Así diciendo y haciendo sacó el alma del cuerpo de Satyavan,
la metió en la red, se la echó al hombro y partió. Savitri, sin inmutarse, comenzó a caminar detrás de él.
-Desiste, Savitri. Regresa y ocúpate de los ritos funerarios-dijo
Yama, deteniéndose-. No puedes seguirme.
-¡Cómo!-respondió Savitri-. La Ley Eterna que nos ha sido dada
estipula como una obligación que la esposa debe seguir a su esposo donde quiera que éste vaya. Supongo que siendo tú quien
eres no me inducirás a desobedecer la Ley Sagrada.
Yama la miró sorprendido y algo desconcertado.
-Bien, es cierto, pero en esto no puedes seguirlo. En verdad
que eres excepcional, Savitri, no sólo has podido verme sino que osas seguirme. Por eso pídeme lo que quieras, menos la vida
de tu esposo y lo que pidas te será concedido.
Savitri pidió que devolviera la vista al rey Dyumatsena, y
Yama se lo concedió en el acto, prosiguiendo su camino. Pero cuál no sería su asombro al escuchar los pasos de Savitri detrás
de él.
Muy molesto, volvió a detenerse y con el ceño fruncido le espetó:
-De seguro que quieres pedirme algo más. Te concederé otro
deseo siempre que no sea la vida de tu esposo.
Savitri le pidió, entonces, que el rey Dyumatsena recuperase
su trono.
-Concedido, concedido y ahora lárgate ya de mi lado-bufó Yama,
apresurando su paso para recuperar el tiempo perdido en estas majaderías de Savitri.
Pero, detrás de él, continuó la tenaz princesa.
Iban llegando al espantoso abismo que separa la vida de la
muerte y Yama escuchaba a Savitri caminar detrás suyo. Y aunque era Yama, el Señor de la Muerte, comenzó a sentirse desazonado,
ya que jamás le había ocurrido algo igual.
-Pide el último deseo, mujer testaruda -bramó-, pero ahora
deberás pedir algo para ti, sólo para ti, ¿me entiendes?, y que no sea la vida de tu esposo.
Savitri le pidió entonces tener cien hijos, sanos, bellos,
sabios, poderosos y afortunados. Y Yama se lo concedió desesperado, pues lo único que ahora deseaba era verse libre de Savitri.
-Los tendrás, y ahora déjame solo porque ya no puedes seguirme
-agregó mostrándole el espantoso abismo.
Savitri se echó a llorar amargamente.
-Mas... ¿por qué lloras ahora, endiablada mujer? -gritó Yama
ya en el colmo de la exasperación.
-¿Que por qué lloro, me preguntas? -sollozó Savitri en un mar
de lágrimas-. Porque te has burlado de mí. Y no es propio de un Inmortal burlarse una mísera mortal. ¿Qué dirá el Supremo
Parabrahman?, ¿qué dirán los otros dioses cuando lo sepan, cuando se enteren de tu burla?
-¿Que yo... me he burlado de ti? -gritó Yama en el colmo del
pasmo.
-Sí, sí -gimió Savitri, retorciendo las manos-. Me has concedido
tener cien hijos y... ¿cómo podré tenerlos si me quitas a mi esposo?... ¿Acaso soy una flor que liban las abejas y la polinizan?
¿Acaso soy una ramera que se une a cualquier hombre? Te has burlado cruelmente de mí, pérfido Yama, y eso no es justo.
Recién entonces Yama cayó en la cuenta de la trampa tendida
por Savitri y reconociendo el ingenio de la joven y el atolladero en que lo había metido, soltó la red y devolvió el alma
a su dueño. Después desapareció riendo en el abismo.
Savitri regresó al lugar donde dejara a Satyavan, quien de
nada se había dado cuenta, salvo de haber dormido profundamente. Juntos regresaron a la cabaña, donde fueron recibidos con
gritos de alegría porque el rey Dyumatsena había recuperado la vista. Y mientras se abrazaban, dando gracias a los dioses,
escucharon música de pífanos y trompetas y tambores y timbales. Pronto apareció un grupo de príncipes y embajadores para anunciar
al rey que el malvado usurpador había muerto y el pueblo reclamaba su verdadero Señor, el rey Dyumatsena.
¿Qué si Savitri tuvo cien hijos?... Los tuvo... Y de esos cien
hijos se formó la noble raza del Brahman.